No tengo tiempo para ser infeliz…
Yo sabía que no te volvería a ver. Sabía que esa mirada tuya siempre dura, ese día sería la última. Sabía que no te arriesgarías a aprobar un llanto sin razones concretas. Yo sabía que no podrías leer mi corazón.
La niña que quiso hablarte, veía lo que tú no pudiste. Tan pequeña pero tan mágicamente conectada a lo indefinible, donde las dos bailábamos unidas en la insondable necesidad de ser amadas.
Esa niña que fui, aquella que quedó atrapada en el tiempo, lo supo. Lo palpó en sus entrañas, en las piernas gélidas que querían correr hacia ti y en esos brazos inútiles frente al destino, desesperados por aferrarse a tu cuello y no vivir esa despedida tácita, presagiada, ineludible.
Hoy parece que veo tu figura, toda entera amada y perfecta y tu cara que hablaba de “quizás no debiese dejarla ir”
Me parece estar ahora frente a ti, traspasando la hondura de tus ojos donde la duda de pronto hizo su llegada. Qué ingenua, como si un mandato superior se pudiese evitar. Estábamos sentenciadas, tú a partir y yo a quedarme acá desarraigada y tan perdida.
¿Quién podría saber lo que nuestra biografía urdía?, ¿saber que era el último día de nuestra historia? Una historia tejida con los hilos de las que engendran solas, guerrera ilusa, desadaptada, arbitrariamente juzgada, siempre triste y absurdamente olvidada.
Lloré ese día, lloré porqué sabía lo que no podríamos sortear, un espacio tiempo que nos llevaba a las dos, sin oposiciones posibles a nuestras experiencias y a no volver a tenernos nunca más.
Me resistí y quise convencerte, robarle a tu corazón un gesto piadoso… nada, no pude hacer nada… me soltaste la mano, me entregaste al Universo, frágil y desnutrida.
Ayer caminaba sobre el asfalto húmedo, que como un espejo despiadado me devolvió mi imagen mustia, llena de enajenación y desidia, como tantos años, como desde ese día implacable y como implacable fuiste madre al ejecutar tu sentencia; “te vas al colegio, no se dejan los deberes de lado”
Caminaba y pensaba después de tantos años en ese recuerdo vago, amputado y la pregunta surge; ¿quiero recordar?, ¿quiero hundirme en el aliento de la muerte y susurrarle al oído? – “dime por qué, háblame de ella, cuéntame donde está”.
Comenzó a llover. Todo se confabulaba en esa tarde apagada de vida. Y la lluvia… ¿qué es lo que me trae la lluvia? Dejé que las gotas cayeran en mi cara, retumbaban como cuchillos en mi piel y de pronto recordé como en un eco lejano y me vi, frente a la ventana de aquella escuela que he querido olvidar. Las pozas de agua que dejaba la lluvia que cayó durante los indefinibles días de mi encierro. Lluvia amarga y con olor a muerte, pérfida en sus ondulaciones tortuosas, burlándose de mí.
Yo perpleja, inconsolable. Yo y la cuidadora del colegio. Yo y esa desconocida mujer que me miraba pasmada, como en un presagio escrito y sentenciado.
¿Podré expresar las sensaciones sentidas sin que se me parta el corazón…?, ¿cómo aceptar que mientras yo estaba allí confinada, entumecida entre esas horas mezquinas, a mi madre le estaban pegando un tiro en la cabeza, en esa cabeza llena de ideas excéntricas, revolucionaría e incomprendida? Caótica como sólo lo son, aquellos no caben en la construcción recelosa, de la danza de las apariencias.
Pienso en el sonido inexorable de ese disparo y temo enloquecer… “no puedo con esto” – mi mente no admite esta sobrecogedora certeza; dispararle a una mujer por la espalda, nadie merece morir así.
Enajenada en el delirio de la evidencia, creo escuchar su voz que resuena en las gotas de lluvia, como limpiando mi corazón; “Sé de aquello que te tortura. Conozco cada lágrima vertida bajo estas alas que nunca te han soltado. Cuando me miras con esos ojos desiertos, detrás de tu tristeza, ahí siempre estoy”.
Los estruendosos ruidos de la calle me hicieron retornar súbitamente, para volver atrás sin querer, pero sin oposiciones, y verme detenida en la entrada del colegio abrazada por la vorágine, histeria, desesperación. Mi presencia entera sin tener donde ir, impensado abandono imposible de borrar.
La televisión mostraba el derrumbamiento exterior, a ratos alguien gritaba de angustia y el correteo se hacía aún más febril.
Yo, con mis ojos fijos en la puerta: – “Ya aparecerás, mamita” – parecía que podía ver esa blusa de flores rosas que tanto le gustaba y ese caminar como si flotara, la voz cantarina – “ya llegué, acá estoy”. –
Pero nada, una persona, dos más, ella no llegaba, el gentío fue disminuyendo y mi corazón se empezó a apagar, suave, como una velita.
Lo obvió sucedió con esta niñita que nadie había recogido. Yo insistente parada en el medio de ese hall ya en tinieblas, a puertas cerradas, vislumbrado un atardecer sombrío, terca, inundada de pavor. Toda yo aferrada a la ausencia declarada, esperando divisar la blusa de las flores rosadas…
Nefasto vacío y la cuidadora del colegio que me miraban perpleja.
Silencio, la niña ya era una guacha, tenía solo 5 años.
¿Cuánto rato estuve allí enmudecida?, ¿cuándo fue que algo me dijo que ya no había caso con esa espera? Solo sé que un momento de esa tarde inolvidable cuando el sol ya se despedía, me tiré al suelo y grité de dolor.
A ratos se escuchaban los aviones que pasaban en dirección al palacio de gobierno… Estaba oscureciendo para mí más rápido que para nadie ese día.
Me levante del suelo furiosa, mojada en lágrimas y corrí!!! Encontré una escalera de caracol que subí determinadamente. Arriba una par de puertas iguales, abrí una de ellas, era un baño. Un baño frío como todos los baños que he conocido y frío como mi corazón en ese momento.
Entré a ese cuarto blanco empapelado de azulejos monótonos y brillantes. Caí derrotada en el primer rincón visible, para enrollarme como un quiltro pulguiento y llorar, llorar… llorar, hasta que mi cabeza empezó a dar vueltas, sudorosa y fría, pegada a los azulejos.
Cuando desperté estaba acostada en una cama con alguien a mi lado, con la mujer que cuidaba ese lugar. Durante esa noche y todas las que siguieron, solía abrir los ojos en la oscuridad y escuchar la voz de mi madre en una letanía agridulce; – Hija ¿Dónde estás? no te escondas vamos a casa – Yo corría escaleras abajo tropezándome con la ropa y las sábanas que arrastraba, hacia ella, a su pecho que se abría de par en par para recibirme, dulce y lleno de flores.
A ráfagas de dolor, el golpear de una rama en la ventana me traía de regreso a ese día y hora, que yo no quería visitar. Ahí estaban otra vez las pozas de agua que dejaba la lluvia intermitente y yo mirando por la ventana, ajena, pálida, con la boca amarga.
“Mamá vendrá pronto por mí – porfiaba mi mente – Aquí te esperaré mamita justo aquí, mirando la lluvia, igual como lo hacíamos en esas tardes de invierno cuando nos quedábamos solitas y preparábamos chocolate. Tú escuchando a Mozart y yo mirándote arrebatada de amor. Aquí te esperaré mamá”.
¿Quién podría decir lo contrario? La cuidadora del colegio me ignoraba suavemente sin interrumpir mi frenética obsesión.
“Esperaré mientras me como el manjar que tiene la Chepa en la cocina”.
A hurtadillas lo comía con saña atorándome a ratos, dejando que el suave dulzor ablandara mis penas. Escondida en la buhardilla, me comía el manjar de la Chepa y recordada; sus manos, su voz. Esa estampa magnifica que a veces se ocultaba de mí para llorar sus penas. Esas noches en que a oscuras en nuestra cama me relataba la historia del mundo, los milagros del Universo, el plan del gran espíritu. Su ropa suave, sus huellas de almizcle y fresas. Tantos poemas garabateados desde su vientre como extrayendo en lo profundo, todo aquello que no decía, el amor que no apareció, la muerte que ya llegaba. Pulsando en cada cosa y en todo, su canto eufórico de palabras sentidas, propia de los que se mueven entre el dolor y el frenesí.
Y comía manjar, como si al hacerlo me pudiese comer, la distancia entre ella y yo.
Así se sucedieron días interminables, sin otro afán que meterme debajo de la cama cuando se oían balazos, y preguntarme si afuera el mundo se había acabado. Días de penumbra y en sigilo.
Cuando por fin volví a casa, ya no era más la misma. No sabía por dónde empezar cada amanecer sin ella. ¿Dónde dormiría?, ¿y sus cosas, qué pasó con sus cosas?, ¿y las mías, que hago con mis pequeños tesoros?, ¿cómo juego?, ¿cómo vivo?
Recuerdo haber entrado a esa pieza querida, que aún tenía su rastro y los ecos infantiles de su risa cándida, preguntando sin hablar qué era lo que sucedía. Esa sensación agobiante que se percibía en el aire. Ella no estaba allí. ¿Mamá…?
Respuestas indirectas con la mirada esquiva, mentiras carentes. – La mamá anda de viaje, ya llegará. –
La vibración de mi celular me sacó de golpe de ese suelo lejano. Contesté mecánicamente a un número desconocido. Era una mujer.
- Buenas noches, ¿con la señorita Catalina Buschmann?
- Con ella – respondí impasible -.
- La llamo del ministerio del interior por la causa de la muerte de su madre. – No pude hablar -.
- La hemos tratado de ubicar desde hace mucho. Necesitamos entrevistarla para conocer su versión de los hechos. ¿Es posible conversar con Usted?
Corté la llamada incómodamente temblorosa. “No puedo, no puedo, no puedo” me repetía en un eco interminable. “Si sigo recordando, moriré” me decía esa voz interior que tejía sus redes angustiosas desde hacía tanto, en las cavernas de mi corazón.
El día de pronto se volvió tan gris, tanto como aquel día perdido en los recovecos del tiempo. Gris y polvoriento, nulo de emoción. Indescifrable.
Caminé con violencia, en un acto de inefable rebeldía, mirando las hojas amarillas de un otoño como tantos y balbuceé; ¿Quieres saber cuándo el alma se parte en dos? Le hablaba al viento, a esos árboles teñidos de rojo que me han visto caminar la tristeza interminable, a quien quisiera escuchar: “Miré a mi madre por última vez a través de los vidrios sucios del autobús que me llevaba a la escuela. A pesar de que hacía mucho frío esa mañana, el sol brindaba suaves chispas luminosas. Yo sabía que algo no estaba bien, sentí como en susurros la estela ineludible de la muerte sobre mi cara y apretando su cuello.
Con la cara deformada por el llanto, me negaba a soltar la suave falda de lana que contenía el maravilloso aroma de mi madre, de toda ella, pero por más que lloré, nada contuvo la vorágine que sobrevino a partir de ese imborrable 11 de septiembre”…
Memorias, torturas agazapadas, el pasado ya no se podía detener. Había traspasado la puerta del olvido para desafiar sin máscaras, ni maquillaje, tu muerte y la mía.
¡Qué importaba todo, que importaba nada! Tomé el celular… Sentí en algún rincón insondable de mi humanidad disociada, que esa llamada era el inicio del final de la amnesia, como en las raíces y la geografía, de una nueva morada.
Ya no más una sin nombre, ya no más.
Respondió la misma mujer, emocionada susurró ; – La escuchamos, necesitamos conocer su experiencia. –
Vacilante respondí; “No sólo te contaré mi historia, sino te relataré el último viaje de una mujer extraordinaria, que amaba a Tchaikovski y deliraba con Chopin. Te hablaré de sus pupilas infinitas, que te llevaban a un mundo de coplas, donde las palabras te abrazan y los sonetos bailan contigo. Te diré de sus nostalgias y sus noches desesperadas, abrazada a la esperanza de volverse a enamorar. De cómo el colibrí venía a su encuentro para susurrarle sus secretos y de cómo el alelí coloreaba su vestido. De su batalla silente contra las injusticias y cómo miró a la muerte, aterrada pero digna.
Te contaré cómo sobreviví la orfandad en un mundo de clasificaciones, y cómo fue escuchar el golpe de mi corazón cuando supe que ella no volvería.
Confesarte lo que fue pisar el suelo donde la sometieron, donde aquella metralla como abrazo imparcial atravesó su garganta y partió en dos su corazón. Metáfora siniestra; calla mujer, tu voz aquí no tiene sitio… No albergarás más sueños de igualdad, calla mujer ya no tienes libertad. Destierro y un último suspiro.
Silencio, la mujer había enmudecido. Tenía 32 años… era inocente.
Para este torrente de argumentos no hubo una respuesta coherente. Un largo silencio y la emoción de quien no sabía y no podía suponer, fue el resumen y la despedida.
Dejé allí mi relato y retomé sin expectativas mi perpetuo caminar. Extrañamente sentí al pasar por una vitrina la fragancia del café recién hecho, como si fuese la primera vez. Mis mejillas heladas me despertaron y un fragor dentro de mi pecho me trajo un nuevo sentir, ansias de amar y querer saborear. En lo profundo se abrió una plegaria, para honrar lo que mis pies habían pisado y mi boca maldecido. Desde allí, desde ese nuevo espacio, y en retoñar, donde ya no caben las amargas preguntas ni los resentimientos que desvalijan el alma, me permití una sonrisa incipiente como diciéndole a ese propósito sublime; “veo lo inevitable, pero admito su trascendencia”
Miré al horizonte y constaté casi en procesión sagrada, cómo la estrella que nos abriga ofrendó una ventana de sosiego frente a mi esencia entera conmovida. Era tan simple y tan recóndito. La gratitud hacía su llegada, precisa y definitiva.
En una inconfundible señal y como un regalo, mi garganta pudo declarar aquellas letras compulsivamente reprimidas por miedo, a morir de tristeza: “Después de tantos años de huir de tu rostro, no tuve más alternativa que mirarte a los ojos. Luceros profundos, que me devuelven cada cosa que he parido. A la sombra de décadas de soslayar tu recuerdo, hoy agradecida palpo tu huella en mi cuerpo, como el espacio donde se funde lo que soy y lo que he sido. Porqué de lo difícil de no tenerte germina y florece la férrea decisión de no renunciar. Y lo dulce de ti, lo guardo en mi pecho y lo expando infinito, para darme cuenta que mientras más te miro madre, más me sano. ¿Sabes…? No tengo más tiempo, para ser infeliz”
Volví a mirar nuestra estrella por instantes eternos sin prisas ni pesares, con mis melodías dispuestas para canciones sin melancolía. En devoción me doblegué desnuda y sin pretensiones, para asentir y reconocer la magia implícita en cada escena de este argumento mío, que amorosamente me ha llevado a este encuentro y despedida.
– “Te amo Mamá” – susurré – “allá en el cosmos, entre luces y cometas ¡te estrecharé de nuevo, me volverás a abrazar!”
Como en un hilado perfecto de vocablos y sinfonías, pude comprender en esa tarde cargada de dulces aromas y nuevas oportunidades, que cuando nos atrevemos a soltar las cargas que nos pesan, estas se transforman en miles de mariposas.
Alejandra Vallejo Buschmann.
Para Martha Ana de Monserrat… dónde sea que estés!!
Este cuento fue presentado en el concurso de cuentos de Revista Paula 2017. No salió ganador, pero me he sentido ganadora, desde el momento que me permití descorrer el velo del dolor, para dejar que mi corazón hable y honre una memoria, amada e imborrable.
Septiembre 2017.
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